Érase un gato, muy gato, que entró a prestar servicio en una carpintería como vigilante para evitar los graves daños producidos por roedores en el almacén de madera. En los primeros días trabajando en su nuevo destino, mientras se paseaba ufano por el taller, el felino maullaba y maullaba en un intento de tener amedrentados a los ratones.


A primera vista aquello de maullar constantemente parecía un trabajo muy efectivo, pues los roedores dejaron de salir de sus refugios a plena luz del día. El carpintero estaba satisfecho con el trabajo realizado por el animal, pues anteriormente, en sus horarios de trabajo, podía observar a los ratones saliendo de sus refugios y paseando tranquilamente por el taller como si se burlaran de él. Como resultado del cambio, premiaba al gato con caricias restregándole la mano por el lomo cada vez que confluían sus caminos. A la vez el animal respondía dejándose querer, manteniendo rígido el espinazo, irguiendo la cola, y lanzando unos maullidos de agradecimiento totalmente distintos en sonido de los empleados para intimidar a los roedores. Otras veces, era incluso el propio gato quien de forma mimosa se cobraba las caricias introduciéndose entre las piernas del carpintero y autofrotándose el lomo contra los pantalones de su dueño.


Sin embargo, el carpintero no tardó en darse cuenta de que aquella apreciación suya de éxito era insuficiente: Aquello del gato no pasaba de ser un trabajo fachada sin las consecuencias deseadas: Sí, era cierto que ya no veía pasearse a los ratones. Pero, en cambio, podía apreciar las mismas roeduras en sus tablas del almacén de la carpintería: Evidentemente los ratones sólo habían cambiado de costumbres, y ahora salían de sus escondrijos durante la noche. Por lo cual, fue cambiando sus caricias al gato por miradas de desprecio. Por otra parte, y lo peor del caso, el gato, al ser los roedores su principal fuente de alimentación, por no cazar, pasaba hambre y estaba perdiendo peso a marchas forzadas. Esto le hizo meditar y llegar enseguida a la deducción de que la táctica de maullar constante para amedrentar a los ratones había sido nefasta, y para poder cazar, por el contrario, se necesitaba darles un poco de confianza. Cierto que aquello de la seguridad era un círculo vicioso: A más confianza en la presa, más facilidades para cazar, pero luego, la misma caza de un roedor incidía en la desconfianza del vecino. Pero aquí, haciendo equilibrio, entraba en juego la sabia naturaleza dando a cada uno, tanto ratones como no ratones, presas como captores, fe en sí mismos y en sus propias dotes.


"¿Pero a quién se le ocurre", pensó el gato, "romper el equilibrio de la sabia naturaleza y mantenerlos asustados con mis maullidos?. ¡Si al menos ladrara! Puesto que todo el mundo sabe que perros y gatos son enemigos a muerte, si ladrara, los ratones pensarían que si en la carpintería existe un perro, no puede existir un gato".


Como lo pensó lo hizo: Se puso a ladrar intermitentemente.


Los ratones cayeron en aquella tendenciosa trampa e hicieron una fiesta y, con el alcalde a la cabeza, salieron a celebrarlo al exterior.


De dos saltos y un zarpazo, el felino atrapó al alcalde de los roedores.


- ¡Gato hijoputa y tramposo! -reprochó el alcalde- ¿Por qué ladras?.


- En estos tiempos que corren -respondió el gato-, quien no sepa al menos dos idiomas va de puto culo y hasta se muere de hambre